Por Jaime Gutiérrez M.
El ruido de los martillos neumáticos, de los sólidos golpes del acero contra el añejo concreto, el polvo y la indiferencia, sobre todo esta última, atrajeron mi atención hacia tres figuras proyectadas hacia el cielo intensamente azul de Gómez Palacio… a la vista, tres gigantes: uno herido de muerte; otro haciendo alarde de fuerza; el tercero, sereno, impasible.
La modernidad le asestó al Cine Palacio el primer golpe, le hirió de olvido.
Así, sus oscuras entrañas, que acogieron toda la vastedad de las emociones humanas proyectadas como sueños de efímera duración en una pantalla de plata, se llenaron de vacío, desvaneciéndose el eco de risas, de exclamaciones de susto, de románticos susurros, de carreras infantiles en el intermedio y al final de la función.
Al abandono y silencio sobrevino el bullicio, la remodelación mercantilista: de recinto para el séptimo arte a tienda de abonos fáciles y pagos difíciles. Persistía, sin embargo, algo de su dignidad pretérita, aún parecía un cine, pero la dulcería y su olor a palomitas ya no estaba y el sitio de su pantalla era ocupado por cajas de pago para el peregrinaje de cada semana so pena del interés sobre interés.
La voracidad del capital se impuso… un cierre temporal y una embestida final por la retaguardia con la demolición de esas gradas altas, ya sin butacas, que prevalecían tras una fachada destinada a ser sólo un cascarón; lo que del recinto quedaba fue reducido a escombros en apenas unos días por algunos cuantos trabajadores, mientras una grúa, gigante de amarillo y negro imponía su presencia alzando vigas estructurales de acero, ante un frágil y tembloroso gigante de ladrillo cuya desaparecida marquesina anunciaba las películas en proyección y que, en breve, con una nueva marquesina, será una amarilla muestra con vivos rojos de que todo sucumbe al paso del tiempo y los caprichos de la economía.
En el fondo, el tercer gigante, la cúpula de la Catedral de Guadalupe, semeja ser testigo sabio de afanes mundanos que le son ajenos y distantes, al fin y al cabo “Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora… tiempo de destruir, y tiempo de edificar”.
Sólo resta decir adiós al Cine Palacio, así, sin ceremonias ni formalismos, despedir ese espacio físico de encuentro con los sueños en celuloide, de alianza entre luz y tinieblas, testigo de besos furtivos y refugio de amores adolescentes, para obsequiarle un sitial en la veleidosa memoria personal y colectiva.