Por Alejandro Figueroa Moreno
Lo primero que me llamó la atención del Blu-ray fue el precio. No por ser pichicatero ni mucho menos, porque bien que he adquirido para mi colección películas a precios algo elevados y justos, sobra decir; pero había un no sé qué en Las horas contigo. Total que sin tener mayores referencias si era o no buena película, la compré en línea.
La portada luce dos, tres; ni prometedora ni apantallante. Me llega y yo feliz, porque me sigue encantando el formato físico más que el digital. Es así como me adentro a una historia contemporánea de una familia acomodada, dinámicas de vida que giran en torno a una matriarca de la tercera edad; interpretada por la sex symbol del cine mexicano de los años setenta: Isela Vega, una abuela que nos da a entender que está en sus últimas y eso lo sabemos porque está postrada en cama y apenas atina a mover los dedos y a comunicarse desorbitando los ojos. En la trama nunca explican lo que padece.
Le sigue en cuestión de jerarquía familiar, su hija Julieta; interpretada por María Rojo. Una famosa cantante dedicada en cuerpo, alma y tiempo a su profesión. Una mujer ausente para su hija Ema, personificada por Cassandra Cianguerotti y quien por tales razones, convive la mayor parte del tiempo con su abuela.
Es así que vemos escenas cotidianas del pasado, con una Ema niña jugando en la alfombra con el trenecito atesorado que era del abuelo o bien cuando es peinada amorosamente por su abuela, para darnos a entender que hay un lazo familiar y afectivo más sólido entre ellas.
Pues bien, razón suficiente para que la directora de esta película, Catalina Aguilar Mastretta; justifique el compromiso y desmedidas atenciones de la nieta para con la abuela que está pasando por una, adivinamos; enfermedad terminal que la tiene limitada motrizmente y no le permite ni bañarse, ella misma.
¿Apuros económicos? Para nada. Su casonón, a decir por el diseño; se nota de renombrado arquitecto y el jardinsazo ni se diga; espacio suficiente para un fiestón. Cuentan con cocinera, Juanita; rol actuado por Evangelina Martínez; bien uniformadita y cumplida quien aunque Ema le insista, se rehúsa a utilizar su ropa de diario para que no se le gaste.
El espacio de trabajo de Juanita, novísimo y amplio; en una combinación de estilo mexicano tipo hacienda y junto con pegado también norteamericano moderno. Rechinando de limpio, como si fuera a ser utilizado por primera vez y sin señales de que ahí hubieran preparado alguna vez un filete o quesadillas o algo que suelte grasa. La mesa donde se preparan los alimentos, repleta de víveres recién llegados del mercado, tan abundantes como si ahí comiera a diario un regimiento.
También cuentan con enfermera casi de tiempo completo, Isabel; interpretada por Arcelia Ramírez, quien luce tan o más joven que en Perfume de violetas (Maryse Sistach, 2001) Es solícita, amable y se ve que le gusta su trabajo, tanto como el pan de dulce que con tanto gusto saborea en una de las escenas, sentada en un sofá que da a la cama de la moribunda.
Escena tan real y cotidiana que da la idea que la enfermera se malpasa y se consiente al mismo tiempo y cree cubrir los nutrientes del día, con harina y azúcar. Eso sí, el pan lo come con tanto deleite que como espectador hasta se antoja ir corriendo a mitad de la película, a comprar una concha.
La escenografía es absurdamente pulcra, en el sentido que no hay nada fuera de lugar; digamos un trapeadorcito recargado en la pared. No hay cabello desaliñado -a excepción del de la abuela -ni rímel corrido en Ema, quien amanece fresca como una lechuga y brilloso lápiz labial, a pesar de sus desveladas por estar al pendiente de alguna posible mejoría de la abuela, esté o no esté Isabel.
La trama y sus detalles también son utópicos. Cuando Ema se comunica una y otra vez por videollamada con Manuel, su novio (personificado por Pablo Cruz Guerrero) la señal del internet a decir por la nitidez en las pantallas de las lap tops; son inmejorables. Volviendo a la abuela, esta no da lata ni pide ir mucho al baño. No mencionan que tenga ni asomo de llagas en la espalda, de tanto estar acostada boca arriba. Tranquilita ella, con su respirador, su medidor de oxígeno y es todo. Los personajes, la mayoría mujeres, quisieran que la anciana de un brinco se levantara y todo volviera a ser como antes. Pero como espectadores, no sabemos si eso va a pasar, porque el guion no nos orienta de qué es lo que tiene esa pobre mujer.
Claro, aparece a cuadro la típica silla de ruedas que en una de esas utilizan para sacar a pasear a campo abierto a “Abu” – como se dirigen y se refieren a ella – pero con el poder adquisitivo que se respira, bien podrían haber acondicionado mínimo el baño, tipo un retrete con agarraderas, pero estas brillan por su ausencia.
Se advierte por otro lado, el aspecto aspiracional de “mejorar la raza”, el orgullo de tener descendencia güerita y de ojos claros por el personaje que la hace del tío de Ema: Pablo (Julio Bracho) quien llega de visita con su esposa extranjera Amanda (Issabela Camil), así como hijo e hija en edad escolar primaria; uno no habla ni entiende ni pío del idioma español y la otra como que sí y como que no y luego es bilingüe a ratos.
Muy realista, la escena de la familia de Pablo al entrar a la recámara de la moribunda más por compromiso que por afecto, al menos para la mayoría de sus miembros. Realista, porque eso pasa seguido cuando a un niño se le pide saludar a prácticamente un desconocido o desconocida, por más familiar que sea, por eso vemos que el nieto ni a la cama se quiere acercar y ni se acerca; prefiere hacerle el fuchi. La nieta en cambio, hasta dibujos le hace en lo que dura su estancia.
La nuera cae bien, bien intencionada y con ondas del New Age. En una de esas, hasta reiki le practica a su suegra.
Pues bien, luego de ver por primera vez la película; la coloqué entre las que no pienso ver más, pero por algunos motivos, quise darle una segunda oportunidad. Una de las razones es el trabajo actoral de María Rojo, de Arcelia Ramírez y un poquito de Humberto Busto, quien interpreta al padre Madrid; sacerdote de cabecera de la familia quien en una de las visitas, la enfermera aprovecha para que le de su bendición.
Es tan emotiva la escena de ambos en el jardín, contemplada a través del cristal de la habitación de la abuela que hasta más de un cinéfilo podría volverse católico tan sólo de ver las lágrimas desbordadas de Isabel, compungida por algún problema personal, pero notoriamente esperanzada y hasta privilegiada, por la bendición recibida, hasta su lugar de trabajo.
Decidí conservar el disco para tener presente qué sí y qué no hacer, como ejemplo en esta fascinante aventura de realizar cine. Una muestra de la resistencia a dejar de lado esos lugares comunes hasta la saciedad, como poner para el desayuno la triada obligada: café, leche y jugo de ¿naranja? en enormes jarras transparentes siempre. Eso sí, me gustó que se sale de los parámetros que dibujan a una juventud encasillada ya, en un lenguaje soez y recetando fines de semana impregnados de cigarro y ahogados en alcohol y que nunca lee o hace otra cosa para divertirse.
Escenas memorables, las hay; como cuando Ema le dice al doctor de cabecera, despidiéndolo: “Aquí no creemos en Dios” o cuando se ventila una realidad: la del amor no incondicional. Es cuando en los columpios del jardín, Ema increpa a su madre para que confiese que en verdad no la quiere, vamos; que le cae gorda. Al final, la razón de peso para quererla: ¡Porque es su hija!
Escenas que intentan ser memorables, Ema llena de júbilo y tras días de zozobra, ve a su Abu incorporarse en la cama así como así; sin decir agua va, para volver a su estado de salud y lucidez perdidas. Eso parece indicar que todo irá bien, de ahí en adelante. Al menos eso nos quieren hacer creer, porque resulta ser un sueño de la nieta.
En sí, aunque la abuela es protagonista, queda en el aire y hasta se antoja haber visto más aspectos de la vida de Ema; algunas tomas de locaciones más allá de una, en momentos; asfixiante atmósfera que no enternece siempre.
La familia es de tradiciones internacionales, como la asiática. Ante el fallecimiento de la abuela, parecen despedir simbólicamente su alma soltando globos de cantoya fulgurantes, en un cielo tachonado de estrellas. Mostrar una costumbre nacional, habría sido un mejor final para el filme y de esta manera y en futuro, se identificase más como tal, como cine mexicano; rescatable.
Conclusión feliz, al fin y al cabo.