Por Raúl Mora
Durante la segunda mitad de la última década, el cine documental ha dado obras notables dentro de la cinematografía mexicana.
Películas de ese tipo no fueron relevantes para la audiencia especializada, pero no estuvieron presentes en las conversaciones de quienes normalmente no se interesan ni por el género ni por las producciones nacionales.
Esto debido a los prejuicios que han surgido con el tipo de cine que se estrena en México, el cual lamentablemente se cataloga bajo dos frentes opuestos: lo pretencioso y lo corriente.
Entonces, el género documental se ha dedicado a contar historias impactantes, cuya narración se vuelva accesible para todo público, varios de ellos con una gran técnica.
Quizá lo que cause mayor emoción en el espectador es que son historias de la vida real, que suceden a diario y que suenan tan normales como extrañas.
Todos hemos escuchado de algún conocido que ha sufrido por la corrupción del gobierno, la crueldad del crimen organizado, o el aterrador factor económico. Escuchar testimonios de barbaries en cintas siguen moviendo algo en nuestro interior.
Dice Michael Rabiger que en el documental existe la posibilidad de explorar la realidad de otras personas, y quizá por eso estas películas logran estos niveles emocionales en el espectador.
Esto último nos puede dar la razón por la cual la ficción haya sido desplazada en el panorama mexicano, pues muchas veces en lugar de generar empatía sobre alguien más se vea como un medio para la diversión del espectador.
Las implicaciones éticas siempre salen a relucir cuando se aborda una temática tan presente y que ha afectado a tantas personas en el país.
En Sin señas particulares, ópera prima de la cineasta guanajuatense Fernanda Valadez y co-escrita junto a Astrid Romero, la ficción no es solo un medio para dar un producto efectista que lucre con el dolor, sino una representación compasiva y empática sobre el fenómeno de la violencia y la migración dentro del país.
Premiada en festivales como el de Morelia, Sundance y San Sebastián además de haber arrasado en la última entrega del Ariel con 10 estatuillas.
Esta película es una especie de “road movie” que sigue la historia de Mercedes quien deja su pueblo para buscar a su hijo Jesús, quien semanas antes había decidido emprender un viaje hacia la frontera para poder cruzar hacia los Estados Unidos, pero hasta ese momento no tiene ninguna noticia de él.
Por lo que emprenderá un viaje para poder descubrir su paradero. En el camino se encuentra con Miguel, quien tras ser deportado tiene que volver a su hogar. El guion es muy audaz, ya que no es melodramático ni se sostiene en sentimentalismos si no que encuentra otras posibilidades de expresión.
La protagonista no se presenta como la madre estereotípica de la época de oro, sino a un personaje tridimensional y verosímil.
Una mujer que a pesar de la ausencia y de la espera no rompe en llanto tras el primer obstáculo, si no que se le ve sufrir por el rostro sin soltar lágrimas, soportando el dolor (logrado por la increíble actuación de Mercedes Hernández).
Esta manera impasible de ser, nos hace saber que está dispuesta a todo por saber que fue de su hijo. La destreza narrativa se refleja en sus personajes, y sobre todo, en la variedad de temáticas que aborda.
Estos temas son trastocados breve pero puntualmente durante todo el metraje, sin engolosinar algo que pueda desnivelar la balanza.
No se puede hablar de una historia de búsqueda en México sin enlazar otras problemáticas.
Incluso estos tópicos se abordan de manera más detallada en algunas obras documentales, pero aquí funcionan como una contextualización más precisa que nos da un aire de desesperanza por si aún no la teníamos.
Valadez prefiere no entrar en la crudeza de la imagen y optar por una representación poética, gran virtud de arte cinematográfico.
El horror del que habla puede fácilmente construirse a partir de imágenes explicitas, o caer en el mal gusto de parecer portada de periódico amarillista.
Pero resuelve de una manera más inteligente y por lo tanto mejor lograda, mediante la metáfora y el símbolo.
La fotografía de Claudia Becerril retrata cielos rojizos y espacios imposibles. Nos muestra visualmente lo que sucede con Mercedes y la manera en que su búsqueda la hace entrar en lugares cada vez más profundos en el afán de volver a ver a su hijo.
Esto no es otra cosa que un infierno mucho menos vistoso que en pinturas renacentistas, pero cuyos silencios y oscuridad, nos rodea en el mismo ambiente que esta madre, salpicándonos el horror y darnos a la idea de todo terminara entre lo malo y lo peor.
La migración es un tema central dentro de la historia, presentando un caso de ida y uno de vuelta. Permítanme volver a metáforas dantescas.
La escena donde Jesús (el hijo de Mercedes) se va, la imagen tiene tonalidades amarillas y está mucho más iluminada que la mayoría de la película.
Podría bien representar un recuerdo o un sueño de la madre que ve a su hijo en un purgatorio donde no sabe si llegara al cielo o al infierno.
En cambio, Miguel quien vuelve a su tierra natal desde que se nota su imagen caminando de regreso filmado de espaldas nos informa que está en peligro, es decir, solo tiene un sendero que seguir sin opciones.
Sin embargo, no se limita a esa convención narrativa, ya que en ocasiones se nutre de otros géneros como el thriller para ciertos pasajes.
Como ejemplo una escena donde una mujer anónima, de la cual solo podemos percibir su silueta, le da información importante a la protagonista para su búsqueda.
La silueta recuerda a momentos secuencias de Deep throat o garganta profunda, o al personaje de la cinta de 1976 All the president’s men de Pakula, pero también nos hace recordar las entrevistas de testigos importantes en los noticiarios, los cuales deben ser anónimos para no sufrir consecuencias.
Volviendo a la habilidad narrativa y a el uso de convenciones para precisar las escenas, en momentos nos puede transportar a lugares llenos de misticismo.
Durante la escena donde la protagonista tiene que cruzar un lago, los elementos cinematográficos se saben manejar de tal manera que es un momento donde hay tranquilidad (antes de la tormenta) como país elfico sacado de la obra de Tolkien.
Cuando se hace la comparación entre los lugares que aparecen durante la odisea y el infierno no se hace a la ligera.
Esta apología se ha usado varias veces en el cine nacional, tal como en la sátira de Luis Estrada El infierno, pero si podemos decir que continua la tesis de alguna otra cinta previa tendríamos que asociarla con La libertad del diablo de Everardo González.
La imagen de lo demoniaco en Sin señas particulares se puede asociar al crimen organizado, pero nos hace ver con su final la misma tesis que en la película de González: el diablo no es una persona ni una organización concreta sino a todo alrededor que permite que sucedan las desgracias, el poder más allá de lo visible manifestado en un la multifactorial.
La película demuestra que una ficción no tiene que caer en vicios y estereotipos al momento de hablar de temas tan presentes dentro de la realidad nacional.
Lo anterior permite encontrar medios para poder contar con humanidad lo que viven un gran grupo de personas sin caer en el morbo.
Esto hace ver a la industria nacional que la ficción no solo sirve para hacer comedias románticas con recursos de los años noventa, o hacer el cine “que le da voz a las que no la tienen” donde se ponen a sí mismo como los salvadores.
El cine es solo un velo de la realidad que la limita para expresar una idea como todo arte, si solo es hecho para olvidar esa realidad adormeciendo los sentidos solo podemos esperar su decadencia.