Por Alberto Robledo Cervantes
Cerrar los ojos y perderse, dejar de pensar por una fracción de vida, olvidarse de todo lo que existe, existió y existirá. Un fluir constante de sonido. Deslizarse por el terciopelo que emana del saxofón.
Tejer la historia del tiempo desde un espacio eterno, desde el espacio en el que fuimos creados, desde la inocencia que nos hace voltear hacia el cielo y contemplar las nubes deslizarse despreocupadas en un azul infinito.
Crear desde lo más profundo de nuestra humanidad. Buscar una conexión con lo más divino de nuestro ser a través de la creación, es decir, a través de la ausencia del miedo, de la ausencia de preguntas.
Buscarse una y otra vez, encontrarse, perderse en el preciso momento en el que creíamos que ya conocíamos el camino y que todo estaba resuelto pero nada nunca lo ha estado, nada nunca lo estará.
Sísifo y su piedra, Ícaro creyendo alcanzar el cielo. Somos las historias que nos han contado, somos todos los Dioses, somos todos los demonios, somos todo el amor y todo el odio, somos el bien y el mal y la guerra y la paz y el tiempo y el espacio y la música, somos la música, somos el caos, la música es el caos.
Perderse una vez más. Perderse en los sonidos y en el diálogo entre los colores, en un diálogo de seres divinos que explotan en ritmos y armonías, en jazz, en la furia de la compasión, en la ternura del enojo, en la imperfección del amor; ver la profundidad del peñasco y lanzarse lo mismo, tener miedo a la muerte y morir lo mismo, tener miedo a la vida y vivir lo mismo.
Tener miedo al amor y enamorarse como si el miedo fuera nuestro motor y no un freno, como si el miedo fuera el que nos dijera lo que tenemos qué hacer y no lo que no tenemos que hacer; buscar que la siguiente nota sea la incorrecta y no la correcta, que la canción termine ahora o que no termine nunca, que la frase continúe hasta que se acabe el aire y tengamos que exprimir nuestros pulmones solo para decir una palabra más y esa palabra sea la peor que hemos dicho durante todo el tiempo que hemos estado vivos o que hemos creído estar vivos: arriesgar nuestra vida para cometer un error más, vivir sin timón y en el delirio, aceptar lo absurdo como lo cotidiano, disfrutarlo como disfrutamos el café con leche.
Detenerse y continuar, decir algo más solo porque eso es siempre posible. Dulces notas de saxofón, dulces las palabras de los poetas, dulces los colores que viven en el pincel de un pintor que sostiene un brillante color en el infinito blanco de un lienzo, dulce la valentía de una persona que despierta cada mañana sin saber cómo se las ingeniará para llegar hacia la noche, dulces las palabras que continúan, dulce la vida que sigue, dulce el punto final.