Por Alberto Robledo Cervantes
Escribo estas palabras en silencio. No hay música. Hay las voces de los vecinos y un coche o una moto que pasan cada tanto fuera de mi casa; hay el zumbido en mis oídos, hay los árboles cuyas ramas chocan y crujen, hay las aves que cantan y vuelan y el susurro de sus alas con el viento; hay las personas que se saludan en la calle, los amigos que casualmente se encuentran en el tráfico de la banqueta, una banqueta angosta y se platican lo más reciente y digno de resaltar de sus vidas, mientras que una madre que lleva a su hijo a la escuela se frena ante esta conversación y está triste, va con su mente clavada en la cuenta de la luz y el gas, en los zapatos de su hijo que están gastados y hay que comprar un par nuevo y hay que remendar el pantalón roto, rasgado durante una aventura en bicicleta.
Su hijo, un día antes, intentaba bajar los cuatro escalones de la plaza Garibaldi, buscando un poco de emoción luego de las horas de estar sentado y aburrido en la escuela, escuchando historias que no le interesaban de personas que no conocía, dichas por una persona en apariencia alegre, la maestra que trata a todos de mi vida, de mi niño, de mi cielo, la maestra dulce que nunca regaña pero que tanto aburre, lo que hace que al final se vuelva todo un castigo, no importa lo dulce de las palabras, no importa lo interesante o importante que haya sido la vida, la historia de Miguel Hidalgo, eso no importa porque el niño solo quiere bajar los escalones, los quiere saltar con su bici y sus amigos le dicen cómo, le dicen “piensa que solo son tres escalones, el otro es solo en el que te apoyas, entonces agarra vuelvo y salta” y el niño se lanza sin pensar si se va a caer o si lo va a lograr, no piensa en lo que viene al final, piensa sólo en la sensación de estar en el aire, de flotar durante una fracción de vida, y flota, y vuela, y sus alas susurran con el viento, y no hay escuela ni maestra ni Miguel Hidalgo, no existen los lunes por la mañana, solo existen él y su bici en el viento.
El niño cae con la llanta doblada y su cuerpo azota como un costal de papas en el suelo, sus amigos se asustan pero también se ríen, porque el niño se levanta y se ríe porque no pasó nada, porque por un momento sintió que volaba, porque por un momento fue lo que siempre, en su corta vida, ha querido ser: un piloto de bicicleta; hasta que vio sus pantalones rasgados y ahora su madre lo regañaría y ahora sí que estaba asustado, ahora sí que hubiera preferido romperse una pierna, así su mamá sentiría compasión y no enojo, no le habría importado gastar tal cantidad de dinero por arreglar la pierna de su hijo, pero ahora tenía que gastar una cantidad considerablemente menor para arreglar sus pantalones o para comprar unos nuevos y eso sí que sería un problema.
Sus amigos se burlan, el se ríe un poco también pero está más bien angustiado, no quiere volver a casa, no quiere tener que enfrentarse a su madre que lo privaría de salir a volar en su bici con sus amigos, que le diría que lo que más le gusta hacer en toda su vida es peligroso y que si vuelve a romper sus pantalones ya no le compraría un par nuevo y el niño lo cree y se imagina saliendo a jugar en puro retazo de pantalón o en sus sueños más profundos se imagina en calzones y todos se ríen y mejor no volver a intentar ese juego tan peligroso, mejor olvidarse de volar que volar te lleva al suelo, volar te rompe los pantalones, y ahora la madre y el niño están los dos preocupados por los pantalones, la madre piensa cómo hacer para comprar unos nuevos si apenas tiene para el gasto de la semana, si sabe que la semana pasada completó apenas con su sueldo y su ex esposo hace tiempo que no le daba para el gasto y camina con la mirada clavada en el piso, con la mente clavada en los problemas, haciendo matemática con la vida, pensando qué hacer para comprar pantalones y zapatos nuevos y al mismo tiempo poder pagar la luz, el gas, y mientras camina se topa con los dos viejos amigos que se encontraron en la banqueta y hablan sobre su más reciente viaje a la playa.